Son las 12:30 de la mañana, llevo cuatro horas en la Facultad y todavía no se me va de la cabeza lo que tuve la fortuna de vivir anoche delante del televisor. Cuando uno ve un partido como el de ayer, cuando es testigo de cosas como las que ocurrieron anoche en el estadio Atatürk de Estambul, puede decirse que nada de lo demás tiene importancia. A uno puede gustarle su trabajo, llevar una vida gris, interesante, feliz, triste, tener unas relaciones personales quizá satisfactorias, otras veces deleznables, a menudo las dos cosas a la vez. Pero cuando uno se encuentra con cosas como la de anoche, con esas ocasiones únicas en que el fútbol se eleva sobre todo lo demás y se convierte en algo mucho, muchísimo más grande que la misma vida, sólo se puede sentir como todas las convicciones se tambalean, el espacio-tiempo se retuerce como Einstein jamás lo soñó, y cualquier estado mental se ve sustituido por otro que llena todos los rincones: la empatía.
¿Cómo pueden vivirse tantas novelas, tantas películas, tantos SUEÑOS, en un periodo tan limitado de 90 minutos., en un rectángulo esperanza de 90x120 metros como mucho, en una ciudad que la que nunca he estado, llevado en volandas por 22 individuos a los que no conozco y con los que jamás intercambiaré ni una palabra?
Querría contar todas las historias que allí se vieron
Las interpretaciones más obvias, la opulencia del rico contra la humildad del pobre, una squadra a cuyo mando está el Presidente de la República, y un equipo cuya masa social es obrera, rota por el desempleo y la falta de horizontes.. Aunque como siempre, aparezcan los matices: de acuerdo que el Milán tiene mucha pasta, pero la ha gastado bien, con criterio, y manteniendo durante años a un entrenador de la casa; y ese entrenador, a su vez, apostando por llenar el equipo de peloteros y tratar de practicar un buen fútbol. La prueba es ese fútbol preciosista, de encaje y tiralíneas, que se puede personalizar sin problema en el tercer gol de la final: pase homérico del cirujano Kaká, toque sutil, indefendible y letal del Valdanito, el futbolista que está para hacer exactamente eso.
Y enfrente, ese Liverpool no tan opulento, no tan poderoso, pero tampoco ningún don nadie desde un punto de vista económico: consiguió, con algo de antelación, al mejor goleador de la Eurocopa, Baros (que de momento no está respondiendo a las expectativas), al incisivo Cissé, en el dique seco casi toda la temporada, o al prodigioso Xabi Alonso. Pero sí es cierto que en el drama representó el pobre a la mesa, el convidado de piedra. Este equipo, tetracampeón a finales de los años 70 y principios de los 80, fue perdiendo jugadores, prestigio y dinero por su negativa a plegarse a la mercadotecnia que preside el fútbol actual; a cambio, pudo disfrutar en todos estos años de la mejor afición de Inglaterra, el Red Army, que desde la mítica grada de The Kop ha acompañado a los rojos en lo que ha sido una durísima travesía del desierto, sólo rota por el fogonazo de la Copa de la UEFA hace dos años, en la que derrotaron al Alavés en la mejor final vista por el que esto escribe (5-4!!!!).
Un titular decía hoy Todos somos el Liverpool. Despojando a la frase de lo que de doloroso debe de tener para los hinchas milanistas, o sea contextualizándola, se me ocurren un montón de razones que la hacen hoy más cierta que nunca. Casi todas tienen que ver con hechos, sentimientos y vivencias más o menos ajenos al fútbol, que en noches como ésta están contenidos en él (por eso quizá es el mayor fenómeno moderno a nivel planetario). En primer lugar, ese sentimiento tan humano, tan instintivo, de ponerse siempre en el lugar del débil, así comienza el afecto, con el silbido inicial. Después, durante la contemplación del primer tiempo en que el Milán arrolla apoyado en un juego tan preciosista como matemático, recordamos que todos nos hemos sentido alguna vez apabullados síndrome de Stendhal- por la perfección, pero rara vez puede uno identificarse con ella, más fácil es hacerlo con los pobres futbolistas scouses que desde la hierba son espectadores privilegiados de las maravillas de Kaká y compañía. Y después, por supuesto, la épica de la remontada, nada es comparable a ello, David contra Goliat, devolviendo golpe por golpe; y sacándolo del corazón, del coraje, algo a lo que en principio todos podemos aspirar. Y como en las malas películas, que lo son porque no reflejan una vida que casi nunca es así, asistíamos con el corazón encogido al acoso rossonero de la prórroga, y a la certeza de que el gol llegaría en cualquier momento, cerrando así, con la lógica del poderoso, una ilusión que cada vez veíamos más imposible. Pero no, Shevchenko había fallado lo imposible, había terminado la agonía y todos estábamos allí, aún vivos. Y como Indiana Jones a las puertas del Grial, como Frodo en el monte del Destino, estábamos frente a frente al enemigo. Supervivientes, heridos y sabios, mirando a los ojos a quien no nos había aplastado, y jugándonos el título de igual a igual.
Todos esos sentimientos se mezclan con los recuerdos, y nuestro corazón se llena de algo muy humano de lo que el Liverpool va sobrado, y que aunque no se vea ni se toque, es realmente lo que les ha mantenido de pie: la Mística, enraizada en los mismos fundamentos, ahora ya no tanto de la vida como del fútbol o el deporte en general: recordamos cosas como que el vestuario del Liverpool es mucho más pequeño que el del equipo visitante, como señal de respeto y hospitalidad, pero que a la vez dichos visitantes se encuentran un intimidatorio This is Anfield! antes de saltar al césped; recordamos al autor de la frase, Bill Shankly, inmortal en granito en la puerta del campo y constructor destacado de todos estos sueños; tenemos presente la longevidad de los entrenadores, signo inequívoco de que aquí, como decía Kipling, se considera a la derrota y la victoria como los impostores que realmente son; en fin, aunque nos duela reconocerlo, nos caiga mejor o peor la pérfida Albión, ellos fueron los inventores de la maravilla.
Y así llega la tanda de los penaltis, la suerte o la confianza. Y cuando el bailarín Dudek detiene el último vemos, quizá por primera vez en nuestra vida, como una historia hermosa e imposible, quizá hermosa por imposible o más probablemente imposible por hermosa, acaba como la mejor de las historias de Disney. Y ganan los buenos, saliendo vencedores y llevándose a la más hermosa de las chicas (miradla en la foto, con sus orejas) mientras los malos, que en realidad no lo son tanto sino que han adquirido, como tantas veces en la vida, ese papel, yacen en la hierba, resignación y rabia, mientras reflexionan sobre el fatum que en el mar de éxitos pasados y futuros les ha señalado con una pequeña isla de horror sin fin que no pueden quitarse de encima: el presente.
Y también el bosque nos deja ver los árboles: Rafa y Xabi, ya nunca profetas en su tierra, y leyendas vivas para la que ya siempre será su gente; Jerzy Dudek, en su canto del cisne, de espantajo a titán en un segundo, la portería es un estado de ánimo; Kaká y Pirlo, gente señalada por los hados para la excelencia, cristal de bohemia primero, juguetes rotos después; Gerrard, Capitán con mayúsculas, dejándose para, al final, haber sido digno del brazalete glorioso que que portaba o, en fin, Sheva, grande entre los grandes, demostrando que nunca hay que volver a donde se fue feliz, y que en punto de penal, en la suerte suprema, sabe ya lo que es beber el néctar que convierte en dios, y también apurar el cáliz de hiel que envía a las tinieblas.
Ya está todo escrito, filmado, comentado
Mirad crónicas, Trueba y Segurola han vuelto a merecerse su fama. Como dije arriba, espacio y tiempo vivos, mutantes: el césped de Constantinopla terreno mágico, enorme y acotado donde tantas cosas se dilucidaron, siete minutos un mundo, y sin embargo la Historia escrita más rápido que nunca, tanto que lo vemos, como si pudiéramos apreciar el movimiento en las saetas de un carillón. No hay nada más que decir.
Bueno sí, que nunca andarán (o andaremos) solos, ni los reds permanentes o, como yo, fugaces- , ni los que amamos tanto este bendito deporte, ni los que siempre le pedimos un poco más a la vida. Bien pensado, creo que somos los mismos.