El adiós del violín
Seguía con mi libro de Chandler cuando venía aquí en el bus, y tuve la mala suerte de que se sentaron detrás de mí dos chavales demasiado despiertos para las ocho de la mañana. Como yo lo que quería era leer y cada vez me resulta más difícil hacerlo con charla de fondo, decidí combatir el fuego con fuego y busqué algo instrumental en mi iPod que eliminase el ruido y me permitiera sumergirme de nuevo en ese Los Ángeles negro y brillante de los años 40.
Salió, como otras veces, el concierto para violín de Tchaikovsky, y en un momento dado, cuando se acerca el primer clímax, no pude evitar levantar los ojos del libro y disfrutar por unos minutos de la música con toda la atención y dedicación que me permitían los sentidos. Pensé qué maravillosos acordes que me han acompañado desde los doce años y no me canso de oír, que conforme pasa el tiempo vas apreciando partes en las que antes no reparaste sin aburrirte nunca de las que sí te marcaron, y una cosa más: que seguramente, en el limbo donde viven los personajes literarios que tanto me gustaría conocer, y entre los que cuento con más amigos de los que podría citar, un tal Marlowe dejaría caer una media sonrisa de aprobación y comprendería por qué, momentáneamente, le había abandonado. Quizá sabe que ya irá siempre conmigo, y no necesariamente con la cara de Humphrey Bogart.
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Cluje -
zuma -