Suaves encuentros, últimas palabras
A nadie le importa cómo pasa la vida, a nadie le importa como su vida pasa…
Comencemos esta noche con el verso de los Suaves, de esta canción Pardao que fue la última de mi mp3 durante quizá demasiado tiempo, antes de que la relevase otra canción –también lenta- de Yosi y compañía, Si pudiera. Aquélla, por cierto y para los cantautorianos que por el mundo pululan, tiene un tema muy similar a la Balada de Tolito de Sabina, la mitificación de un personaje popular, un feriante, casi un vagabundo trascendido a la condición de héroe urbano. Por cierto, está bien remarcar que en la primera de las dos frases de arriba, el sujeto no es “la vida”, sino él; no es melancolía generalizada, sino la descripción de alguien. Un sentimiento muy desagradable, por cierto, que pase el tiempo de uno y ese uno tenga la impresión de que poco le importa a nadie. Aunque también tenga su parte buena, para qué vamos a negarlo.
En general la música de los Suaves siempre me trae recuerdos de un compañero de primero de carrera, Antonio, que hubiera llegado a ser amigo mío, quizá –en un tiempo preInternet, premóviles y, en cierto sentido, pretodo- si no fuera porque el choque de las matemáticas universitarias fue demasiado fuerte para él, y en febrero ya decidió y consumó que su camino no llevaba por ese modesto aulario donde yo pasé tres años de mi vida. No me han quedado muchos recuerdos de él, pero los pocos que hay son agradables, casi entrañables cuando vuelven a mí. Por ejemplo, creo recordar que tocaba el bombo en la banda de Hornachos, y este poderoso contacto con la música le servía como inobjetable justificación para criticar sin piedad mi modo de cantar un verso de “Así estoy yo sin ti”, el que dice “Febril, como la carta de amor de un preso.” Siempre insistía en que yo no modulaba la voz lo debido (probablemente tenía razón) y mi interpretación resultaba demasiado plana. Lo cierto es que él cantaba mucho mejor que yo.
Los recuerdos de canciones me han llevado, vía una ruta que ha pasado por botellones músicos en las noches del 94, a una curiosa experiencia vivida el otro día cuando me encaminaba a mi despacho, por los usualmente desiertos caminos de mi facultad. Uno lleva ya tiempo robando y está acostumbrado a todo tipo de cosas en el trayecto: griterío, porros, lágrimas, histeria, perros, amigos… Pero lo que nunca me había ocurrido hasta ahora era encontrarme ¡un arpa! Como si llevara toda la vida haciéndolo y fuera lo más normal del mundo, allí había una jicha tañendo ese instrumento que yo no había visto desde mi última revisión de las obras de los Marx. Yo tiré de toda la veteranía que tengo acopiada para situaciones como esa, pero algo debí traslucir a pesar de todo, porque la muchacha me dirigió una mirada de medio lado como diciendo “Así está el tema.” Considerando que un rato más tarde vi a Milikito y a Saramago mano a mano a través de la ventana del comedor de la facultad, a menos de cinco metros de mí (lo juro por Déu que nunca muere y si muere resucita), no creo que me hubiera resultado nada extraño ver a Jesucristo entrar en mi despacho vestido como el hombre de hojalata del mago de Oz y agitando una ikurriña al grito de “Viva Zapata.”
Por cierto, hablando del México de la época, me ha hecho gracia una anécdota recién leída en un Semanal que acabo de mandar a reciclar, y que cuenta que Pancho Villa, recién acribillado a balazos y sólo unos segundos antes de morir, le dijo a un periodista que estaba con él que se inventara alguna frase célebre y la pusiera en sus labios. Menudo fil de putas el periodista. Aunque bien pensado, peor sería que Villa hubiera dicho una frase impresionante (tipo “Luz, más luz!”) o simplemente turbadora (como “Se está alzando la niebla”, Dickinson dixit) y el periodista, que se considerase muy gracioso, hubiera puesto en su boca la frase de la anécdota.
Por cierto, lo de la luz fueron al parecer las últimas palabras de Goethe, personaje que por demás me resulta bastante antipático. Y eso que hace poco han caído en mis manos “Las afinidades electivas” y he de reconocer que a veces lleva a maravillosas profundidades de sutileza en el análisis del alma humana; eso aparte de que ya destacar el concepto de afinidad electiva resulta en sí de una brillantez y exactitud muy remarcables. Pero eso de que el tipo aceptara con toda la naturalidad del mundo que era un genio y viviera de acuerdo con tal concepto es algo que sin duda repele. Y la verdad, tras pasar por Werther y Fausto reconozco que es un gran escritor, pero antes salvaría en un hipotético cuádruple apocalipsis nuclear los cantos de la Eneida que hablan del infierno y de la caída de Troya, que todas las páginas del payaso de Weimar. O sea que menos lobos, CaperuWolf.
Eso de Wolf, por cierto, entronca de modo algo misterioso con la película que está puesta ahora mismo y que no estoy siguiendo pero que de vez en cuando miro al soslayo: el pacto de los lobos. Creo recordar haber escuchado opiniones bastante poco piadosas sobre ella, y aunque no la he visto nunca, sí que me trae a la memoria mi primera estancia en Francia, cuando el metro estaba sembrado de carteles que la promocionaban. Por cierto que en aquellos viajes desde Ciudad Universitaria a Villetaneuse adquirí una bonita costumbre que he vuelto a retomar aquí en Madrid, aunque sin la regularidad de aquellos tiempos: comprar un croissant en el medio del camino. Aunque allí el sitio era lo menos glamouroso del mundo (La estación del norte, que a partir de cierta hora parece la reunión de los bandidos en Nuestra señora de París), sí que tenía cierto encanto enfocar el siguiente día envuelto en esa dulzura.
Momentos en que, realmente, poco me importaba si a alguien le importaba que mi vida pasara. De hecho, it sweated it to me.
2 comentarios
Paco Paredes -
hormiga -