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El musolari errante

Quiere ser su mujer

Cantemos, pues otra canción; ésta, con el paso de los años, ha envejecido a la vez que se volvía violentamente amarga.

 

Ella. Sus uñas rotas, sus naves ardiendo. A la dulce niñita, la hija del prestamista que siempre veíamos, anciano y perverso, a esa que nos miraba con unos ojos azules en los que sólo podía habitar la inocencia, se la come el deseo. La devora cuando, torpemente escondida tras los trastos de la tienda, lo ve pasar. Y cuando no lo soporta más, lo llama, con ese viejo micrófono que algún vagabundo -tal como yo- le dejó. Él la mira, y entonces ella comienza a sonar su clarinete, en una melodía que transforma en oscura tentación la inicial curiosidad. Y se acerca, y la niña ya mujer enloquece, y se ve apuntándole de pronto con una daga nazi, pero sólo quiere decirle que le quiere, que le necesita, que muere por ser su mujer, no importa su edad, no importa quién sea, todo es igual.  Cuando sus labios se abren, prestos para besar, las palabras brotan como una promesa sangrante: “Puedo irme a dormir ahora, pero por favor, respeta el futuro, es nuestra esperanza.”

 

La niña se marcha, pero él no puede evitar seguirla; también la siente como la primera, la auténtica, la original. Y al desabrocharse el cinturón, siente la hebilla como la rueda de un transatlántico que cruzase el Mississippi, desbocado como ellos. Pero vacila, porque él sabe cómo aprendió a tocarse ella mientras veía a los marineros ardiendo como tizones: sólo en medio de un infierno pudo aprender –y aprehender- tanto placer. Únicamente consigue reunir el valor, ante su cuerpo tibio y desnudo, de darle llama al cigarrillo que sostienen esos labios en éxtasis.

 

Nunca alcanzarán la Luna, o al menos, la Luna que desean; porque está flotando en pedazos, pálida y miserable, y no hay supervivientes. Así que dejemos a estos amantes preguntándose, una vez más, por qué no pueden poseerse, y vamos a cantar otra canción; ésta ha envejecido demasiado amarga.

 (Adaptación de Leonard Cohen)

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