Cannibal corpse
Quería haber escrito algo ahora, pero la verdad es que no me siento demasiado inspirado, así que os dejo con un fragmento que me dejó buena huella cuando lo leí, hace pocos años. Procede de “la narración de Arthur Gordon Pym”, la única novela que escribió Poe, y que os recomiendo fervientemente. Uno de los más extraños finales que jamás haya encontrado, sugerente y a la vez aterrador. La novela completa está aquí, aunque es demasiado larga para leerla por Internet.
En el momento en que sucede el fragmento, el protagonista está con otros tres en la cubierta de un barco a la deriva, llevan varios días sin comer, y uno de ellos acaba de proponer que “uno tiene que morir para que se salven los demás”.
CAPÍTULO XII
Desde hacía algún tiempo, yo ya había sospechado que tendríamos que llegar a este último y terrible extremo, y había resuelto interiormente aceptar la muerte en cualquier forma y bajo cualesquiera circunstancias antes que echar mano de tal recurso. Mi resolución no se había debilitado en modo alguno bajo la presente intensidad del hambre que padecía. La proposición no fue oída por Peters ni por Augustus. Por ello, llevé a Parker a un lado y, pidiéndole mentalmente a Dios poder bastante para disuadirle del horrible propósito que abrigaba, disputé con él durante largo rato, rogándole en nombre de todo lo que él tuviera por sagrado, y aduciéndole todos los argumentos que lo extremado del caso requería, para que abandonase la idea y no la mencionase a ninguno de los otros dos.
Escuchó todo lo que le dije sin intentar rebatir ninguno de mis argumentos, y yo empezaba a creer que lo había convencido. Pero cuando dejé de hablar, me espetó que sabía muy bien que todo lo que yo había dicho era verdad, que recurrir a tal extremo era la alternativa más horrible que podía concebir la mente humana, pero que él había soportado hasta donde la naturaleza humana puede resistir, y que era innecesario que pereciesen todos, cuando con la muerte de uno era posible, e incluso probable, que al fin se salvasen los demás. Añadió que yo podía evitarme el trabajo de amonestarle por tal propósito, pues ya lo había resuelto en su mente aun antes de la aparición del barco, y que sólo el barco que tuvo a la vista le había impedido hablar del asunto más prontamente.
Le rogué entonces que ya que no quería abandonar su propósito, lo difiriese al menos para otro día, para ver si entre tanto aparecía algún otro barco que pudiera salvarnos, aduciendo de nuevo cuantos argumentos se me ocurrieron como más adecuados para conmover la dureza de su naturaleza. Pero me contestó que no había hablado con nadie hasta ver llegado el último momento posible, que no podía vivir por más tiempo sin tomar sustento de cualquier clase, y que por eso otro día más sería demasiado tarde, pues al día siguiente se habría muerto.
Viendo que no podía conmoverle con nada de lo que le decía en tono suave, cambié de actitud y le dije que tuviese presente que yo era el que menos había sufrido de todos a consecuencia de nuestras calamidades; que, por consiguiente, mi salud y mis fuerzas se habían conservado hasta el momento mucho mejor que las de Augustus o Peters y que las suyas propias; en una palabra, que estaba en condiciones de imponerle mi voluntad por la fuerza si era necesario, y que si trataba de dar a conocer a los demás de algún modo su designio sanguinario y caníbal, no vacilaría en arrojarlo al mar. Al oír estas palabras, se arrojó inmediatamente a mi garganta y, sacando una navaja, hizo varios esfuerzos infructuosos para clavármela en el estómago, atrocidad que sólo su excesiva debilidad le impidió cometer. Mientras tanto, yo, en el más alto grado de ira, le iba empujando hacia el costado del barco, con la clara intención de arrojarlo por la borda. Pero se salvó de este fin por la intervención de Peters, que se acercó y nos separó, preguntándonos la causa de nuestra desavenencia, cosa que le explicó Parker antes de que yo tuviera medio de impedírselo.
El efecto de estas palabras fue aún más terrible de lo que me había figurado. Tanto Augustus como Peters, quienes al parecer habían venido meditando desde hacía tiempo la misma espantosa idea que Parker había sido sencillamente el primero en expresar, se unieron a su propósito, insistiendo en que se llevase a cabo inmediatamente. Yo había calculado que por lo menos uno de los dos primeros conservaría la suficiente fuerza de voluntad para ponerse a mi lado y resistir cualquier tentativa de realizar tan espantoso designio; y, con la ayuda de uno de ellos, no tenía miedo de ser capaz de impedir su consumación. Al resultar fallidas mis esperanzas, me vi obligado a atender a mi propia seguridad, pues una mayor resistencia por mi parte podía ser considerada por aquellos hombres hambrientos causa suficiente para prescindir de jugar limpio en la tragedia que sin duda se desarrollaría rápidamente.
Les dije que estaba dispuesto a someterme a la proposición, rogándoles simplemente que la aplazasen por una hora, a fin de que hubiese una oportunidad de que la niebla que se había adensado en torno nuestro desapareciese, y ver si era posible volver a divisar el barco que habíamos visto. Con grandes dificultades obtuve de ellos la promesa de aguardar durante este tiempo, y, como había calculado (pues una brisa se aproximaba rápidamente), la niebla se disipó antes de que hubiese expirado la hora; mas, como no aparecía ningún barco a la vista, nos dispusimos a echar suertes.
Con la mayor repugnancia me detengo a relatar la espantosa escena que siguió, escena que, en sus más minuciosos detalles, ningún acontecimiento posterior ha podido borrar de mi memoria en lo más mínimo, y cuyo horrendo recuerdo amargará todos los momentos futuros de mi existencia. Pasaré, pues, por esta parte de mi relato con la mayor presteza que la índole de los acontecimientos de que tengo que hablar lo permita. El único medio que ideamos para la terrorífica lotería, en la que íbamos a tomar parte, consistió en echar pajas. Hicimos unas astillitas, y se acordó que fuera yo el que las sostuviese. Me retiré a un extremo del barco, mientras mis pobres compañeros silenciosamente se situaron en el opuesto, vueltos de espaldas hacia mí. La ansiedad más amarga que experimenté durante este drama horrible fue la del rato que estuve ocupado en la colocación de las astillas. Son pocas las ocasiones en que el hombre deja de sentir el más profundo interés por la conservación de su vida, y este interés aumenta momentáneamente con la fragilidad del asidero al que se agarra la vida. Pero ahora que el silencioso, definitivo y grave asunto en que estaba comprometido (tan distinto de los tumultuosos peligros de la tempestad de los gradualmente próximos horrores del hambre) me permitió reflexionar sobre las pocas probabilidades que tenía de librarme de la más espantosa de las muertes, una muerte para el más espantoso de los fines, todas las partículas que podían constituir mi energía volaron como plumas llevadas por el viento, dejándome desamparado y presa del más abyecto y lastimoso terror. Al principio no tuve ni fuerzas suficientes para reunir las pequeñas astillas de madera, pues mis dedos se negaban por completo a cumplir su oficio y las rodillas me entrechocaban con violencia. Por mi cerebro pasaron rápidamente miles de proyectos absurdos para evitar tener que participar en la terrible lotería. Pensé dejarme caer de rodillas ante mis compañeros, suplicándoles que me permitiesen librarme de aquella exigencia; lanzarme de repente sobre ellos y, matando a uno, hacer inútil la decisión mediante la suerte; en una palabra, hacer todo lo que fuera preciso menos seguir adelante con lo que tenía en las manos. Por último, después de esperar mucho tiempo en esta actitud estúpida, me volvió a la realidad la voz de Parker, quien me apremiaba para que les sacase a ellos de la terrible ansiedad que estaban sufriendo. Ni aun entonces acertaba a colocar las astillas en mi mano, pues sólo pensaba en toda clase de astucias para que a cualquiera de mis amigos le tocase la paja corta, pues se había acordado que quien sacase la más corta de las cuatro pajas de mi mano muriese para la salvación de los demás. Antes de que alguien intente condenarme por esta aparente crueldad, debe colocarse en una situación semejante a la mía.
Por fin ya no era posible más dilación y, con el corazón casi saltándome del pecho, avancé hacia la parte del castillo de proa, donde me estaban aguardando mis compañeros. Tendí la mano con las astillas, y Peters sacó inmediatamente una de ellas. Se había salvado...; al menos, su astilla no era la más corta, y ahora había otra posibilidad más en contra mía. Reuní todas mis fuerzas y le ofrecí las astillas a Augustus. También sacó inmediatamente una, y también se salvó; y ahora tenía las mismas probabilidades de morir o vivir. En aquel momento se apoderó de mi alma toda la fiereza del tigre, me dirigí hacia mi pobre compañero Parker, con el odio más intenso y diabólico. Pero este sentimiento no duró mucho y, al fin, con un convulsivo estremecimiento y cerrando los ojos, le tendí las dos astillas restantes. Transcurrieron más de cinco minutos antes de que se resolviese a sacar su suerte, y durante este tiempo de inquietud que partía el corazón no abrí ni una sola vez los ojos. Por fin, una de las dos astillas fue rápidamente arrancada de mi mano. La decisión estaba tomada, pero yo no sabía si era en favor o en contra mía. No hablaba nadie, y yo no me atrevía a mirar la astilla que tenía en la mano. Peters me cogió del brazo y me obligó a abrir los ojos, viendo inmediatamente en el semblante de Parker que me había salvado y que él era el condenado. Falto de aliento, caí sin sentido sobre la cubierta.
Me recobré de mi desmayo a tiempo aún para ver la consumación de la tragedia en la muerte de quien había sido el instrumento principal de que se cumpliese. Sin embargo, no opuso resistencia, y cayó muerto en el acto de una cuchillada en la espalda por Peters. No debo detenerme a relatar la horrible comida que siguió inmediatamente; estas cosas han de imaginarse, pues no hay palabras con poder suficiente para impresionar el espíritu con el tremendo horror de su realidad. Baste decir que, habiendo apaciguado en cierta medida la rabiosa sed que nos consumía gracias a la sangre de la víctima, y habiendo desechado, por común asentimiento, las manos, los pies y la cabeza y arrojándolas junto con las entrañas al mar, devoramos el resto del cuerpo, en pedazos, durante los cuatro eternamente memorables días del diecisiete, dieciocho, diecinueve y veinte de aquel mes.
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cletus awrightus varesitus -
http://www.youtube.com/watch?v=I2PzagXsD0Y