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El musolari errante

Poirot y los clásicos

Hoy estoy contento. Esta noche he conseguido, después de mucho tiempo, montar una buena timba con musolaris avezados. A la vuelta, uno de ellos (habitual de este blog) me ha recordado que estuvo buscando por internet como loco los trabajos de Hércules, que yo mencioné en un post el 9 de Diciembre. Así he recordado que prometí en dicho post hablar de una conversación que aparecía al principio del libro, y dado el tiempo que ha pasado desde entonces, me he autoimpuesto la penitencia de copiarla enterita y ponerla aquí. Creo que no está en internet en castellano, aunque sí en inglés (http://members.lycos.co.uk/agaweb/tloh001.html). Habla del tema que me interesa, que es mi punto de vista sobre el estudio de los clásicos, pero también de otros muchos, como la importancia del nombre de pila, la importancia de la vocación, los atractivos de la vida retirada y, en suma, el paso del tiempo. Y todo ello con mucho humor. Por otra parte, no contextualizo nada, porque es el principio del libro. Ahí va.

El piso de Hércules Poirot estaba amueblado a la última moda. Los adornos de metal cromado relucían, y los sillones, si bien tapizados confortablemente, eran de formas cuadradas y sólida apariencia.
En uno de ellos se hallaba sentado Poirot, pulcramente, sin pasar de la mitad del asiento. Frente al detective, en otra butaca, estaba el doctor Burton sirviendo con deleite un vaso de Château Mouton Rothschild que le ofreció su anfitrión. La apariencia del doctor no era tan relamida como la de su amigo. Era regordete y desaliñado, con una cara rubicunda y bonachona que relucía bajo la enmarañada masa de blancos cabellos. Tenía una risa profunda y sibilante y había adquirido el hábito de esparcir la ceniza de sus cigarros tanto sobre él como sobre todo lo que le rodeaba. Poirot perdía el tiempo rodeándole de ceniceros.
El doctor Burton preguntó:
-Dígame: ¿a qué santo viene eso de Hércules?
-¿Se refiere usted a mi nombre de pila?
-Mal puede llamarse de pila, ya que es absolutamente pagano -objetó el otro
Pero ¿por qué? Eso es lo que quiero saber. ¿Algún capricho de su padre? ¿Algún antojo de su madre? ¿Razones de familia? Si mal no recuerdo, aunque mi memoria ya no es lo que era, tuvo usted un hermano que se llamaba Aquiles, ¿no es cierto?
Poirot repasó mentalmente los detalles de la carrera de Aquiles Poirot. "¿Ocurrió en realidad todo aquello?", se preguntó.
-Sólo por poco tiempo - replicó al fin.
El doctor Burton eludió con prudencia mencionar de nuevo a Aquiles Poirot.
-Los padres debieran tener más cuidado con los nombres que ponen a sus hijos - reflexionó-. Vea usted: tengo varias ahijadas y una de ellas se llama Blanca, aunque es más morena que una gitana. Luego, está Deirdre: Deirdre de los Dolores… y ha resultado ser más alegre que unas castañuelas. Y por lo que se refiere a Paciencia, hubieran hecho mejor llamándola Impaciencia, nombre más adecuado a su carácter. Y Diana…-el viejo profesor de lenguas clásicas se estremeció-; pesa ahora sesenta y ocho kilos, aunque no tiene más de quince años. Dicen que es gordura infantil; yo no lo creo. ¡Diana! Querían que se llamase Helena, pero hice valer mis derechos. No podía hacer menos conociendo el aspecto de sus padres… ¡y el de su abuela! Traté con todas mis fuerzas de que se llamara Marta o Dorcas, o algo que fuera razonable…, pero no me sirvió de nada…, perdí el tiempo… Los padres son gente muy caprichosa.
Empezó a reír por lo bajo mientras su cara se arrugaba.
Poirot lo miró inquisitivamente.
-Me estoy imaginando la conversación que sostendrían su madre de usted y la difunta mistress Holmes mientras cosían las ropitas o hacían calceta: "Aquiles, Hércules, Sherlock, Mycroft…"
Poirot no parecía compartir el buen humor de su amigo.
-Por lo que veo, quiere usted decir que, físicamente, no soy ningún Hércules.
Los ojos del doctor Burton se fijaron en Poirot. Sobre su pulcra y diminuta persona, vestida con pantalones de etiqueta, correcta chaqueta negra y elegante corbata de pajarita. Recorrieron su figura desde los zapatos de charol hasta la cabeza en forma de huevo y el inmenso bigote que adornaba su labio superior.
-Con franqueza, Poirot, no se le parece usted en nada - dijo Burton-. Supongo que nunca habrá tenido tiempo para estudiar los clásicos - añádió.
-Así es.
-Pues es una lástima. Una verdadera lástima. Se ha perdido usted algo bueno. Si de mí dependiera, todo el mundo estaría obligado a estudiarlos.
Poirot se encogió de hombros.
-Eh bien! Pues yo he progresado sin tener necesidad de ellos.
-¡Progresar! ¡Progresar! No es cuestión de progresar. Ahí es donde todos se equivocan. Los clásicos no son el trampolín para alcanzar un éxito rápido, como los cursos por correspondencia. Las horas durante las cuales trabaja un hombre no son las que importan, sino sus horas de descanso. Ese es el error en que todos incurrimos. Póngase usted, por ejemplo. Ha tenido muchos éxitos en el curso de su carrera, y ahora quiere dejar sus ocupaciones y vivir tranquilamente… ¿Qué hará entonces con sus horas libres?
Poirot contestó sin vacilar:
-Me dedicaré…, y no bromeo…, al cultivo de calabacines.
El doctor Burton se sorprendió.
-¿Calabacines? ¿Qué quiere decir? ¿Esas cosas verdes e hinchadas que saben a agua?
-¡Ah! - exclamó Poirot con entusiasmo -. Ese es el punto más interesante de la cuestión. Lo que hace falta es que no sepan a agua.
-Vamos. Ya comprendo… Espolvoreándolos con queso, con cebolla picada o con salsa blanca.
-No, no. Está usted en un error. Me figuro que puede mejorarse el sabor actual del calabacín. Se le puede dar - puso los ojos en blanco -un bouquet…
-Por favor; tenga en cuenta que no se trata de un clarete.
La palabra bouquet recordó al doctor Burton el vaso que tenía a a su lado. Bebió un sorbo y lo paladeó.
-Es muy bueno este vino; tiene calidad - hizo un gesto de aprobación con la cabeza -. Pero este asunto de los calabacines… No hablará usted en serio… No querrá decir… que está dispuesto a encorvarse…- con gesto de consternación sus manos descendieron hasta su abultado estómago -, a encorvarse para abonar esas cosas con estiércol; alimentarlas con guedejas de lana empapadas en agua y todo lo demás que suele hacerse.
-Al parecer, está usted muy enterado de cómo se cultivan los calabacines - argumentó Poirot.
-Durante mis estancias en el campo he visto cómo lo hacían los hortelanos. Poero, Poirot, ¡vaya ocupación! Compare eso - bajó la voz hasta un tono insinuante - con un buen sillón frente a una chimenea encendida, en una habitación alargada y baja de techo, atestada de libros…; debe ser una habitación alargada, no cuadrada. Con muchos libros. Un vaso de oporto… y un libro abierto en la mano. El tiempo vuelve atrás cuando usted lee:

De nuevo por su destreza,
en el vinoso mar el piloto endereza
la rápida nave zarandeada por los vientos.


Primero recitó las estrofas en griego, con voz sonora, y luego las tradujo.
-Desde luego, al traducir nunca puede uno llegar a compenetrarse con el verdadero espíritu del texto original - comentó.
Estaba tan entusiasmado que, de momento, se olvidó de Poirot. Y este, contemplando a su amigo, sintió una repentina duda…, un remordimiento incómodo. ¿Habría perdido algo? ¿Alguna satisfacción intelectual? Le invadió la tristeza. Sí, debió trabar conocimiento con los clásicos… hacía tiempo. Ahora, por desgracia, era demasiado tarde.
El doctor Burton interrumpió esos melancólicos pensamientos.
-¿Y quiere usted decir que está realmente dispuesto a retirarse? - preguntó.
-Sí.
El doctor soltó una risita apagada.
-No lo hará - dijo.
-Le aseguro que…
-No será usted capaz de ello. Está demasiado interesado por su trabajo.
-No; de veras. Ya lo tengo todo dispuesto. Unos pocos casos más, seleccionados especialmente…; no todo lo que se presente, compréndame. Solo problemas que tengan un atractivo personal.
El doctor Burton gesticuló.
-Sí, eso es lo que dice siempre. Solamente un caso o dos; solo un caso más, y así sucesivamente. Su despedida no será como la de una prima donna.
Volvió a reír mientras se levantaba lentamente. Parecía un simpático enanito de pelo blanco.
-Los de usted no son los trabajos de Hércules - dijo -. Son trabajos de su afición. Ya verá como tengo razón. Le apuesto lo que quiera a que dentro de dos meses está usted todavía aquí, y los calabacines no son más - se estremeció - que simples calabacines.
El doctor Burton se despidió de su amigo y salió de la rectangular y severa habitación.
Pasó por estas páginas para no volver a ellas. Solamente nos interesa lo que dejó tras él, es decir, una idea.
Porque después de su marcha, Poirot volvió a sentarse, y como en sueños murmuró:
-Los trabajos de Hércules… Mais oui, c'est une idée, ça…

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