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El musolari errante

Un Gigante de las letras

Un Gigante de las letras Últimamente he roto mi regla de no leer muy seguidos dos libros del mismo autor (que no tengan ilación, claro) con dos obras de Alejo Carpentier: la primera, “Los pasos perdidos”, viaje iniciático a las fuentes del Orinoco que se transforma en una cuenta atrás telúrica hacia los orígenes del lenguaje, me sorprendió por su densidad y, sobre todo, me arrolló con el poderío de una prosa tan barroca como inimitable.

Ahora, tras una pequeña pausa llenada por Coraghessan Boyle y algún otro, me he metido de lleno en “El siglo de las luces”, comenzada en el ámbito tan querido por Carpentier de lo real maravilloso, y lanzada después a la epopeya de la Revolución francesa en un original contexto caribeño. Equidistante de la crónica social y la novela de viajes, sin temer lo escabroso, sin retroceder ante lo injustificable, la prosa de la novela semeja orquesta titánico ante el cual el lector no puede sino huir, o rendirse. Esta última fue mi opción, y la recompensa, aún unas setenta páginas de grandeza por visitar. Os dejo con un fragmento, no os asustéis, esta gran obra se disfruta, no se consume; se traga, pero antes se paladea, bouquet centroamericano…

“Pero nada era comparable, en alegría, en euritmia, en gracia de impulsos, a los juegos de las toninas, lanzadas fuera del agua, por dos, por tres, por veinte, o definiendo el arabesco de la ola al subrayarlo con la forma disparada. Por dos, por tres, por veinte, las toninas, en giro concertado, se integraban en la existencia de la ola, viviendo sus movimientos, con tal identidad de descansos, saltos, caídas, aplacamientos que parecían llevarla sobre sus cuerpos, imprimiéndole un tiempo y una medida, un compás y una secuencia. Y era luego un perderse y un esfumarse, en busca de nuevas aventuras, hasta que el encuentro con un barco volviera a alborotar aquellos danzantes del mar, que sólo parecían saber de piruetas y tritonadas, en ilustración de sus propios mitos… Alguna vez se hacía un gran silencio sobre las aguas, presentíase el Acontecimiento y aparecía, enorme, tardo, desusado, un pez de otras épocas, de cara mal ubicada en un extremo de la masa, encerrado en un eterno miedo de su propia lentitud, con el pellejo cubierto de vegetaciones y parásitos, como casco sin carenar, que sacaba el vasto lomo en un hervor de rémoras, con solemnidad de galeón rescatado, de patriarca abisal, de Leviatán traído a la luz, largando espuma a mares en una salida a flote que acaso fuera la segunda desde que el astrolabio llegara a estos parajes. Abría el monstruo sus ojillos de paquidermo, y, al saber que cerca le bogaba un desclavado cayuco sardinero, se hundía nuevamente, angustiado y medroso, hacia la soledad de sus trasfondos, a esperar algún otro siglo para regresar a un mundo colmado de peligros. Terminado el Acontecimiento, volvía el mar a sus quehaceres. Encallaban los hipocampos en las arenas cubiertas de erizos vaciados, despojados de sus púas, que al secarse se transformaban en pomas geométricas de una tan admirable ordenación que hubiesen podido inscribirse en alguna Melancolía de Durero; encendíanse las luminarias del pez-loro, en tanto que el pez-ángel y el pez-diablo, el pez-gallo y el pez-de-San-Pedro, sumaban sus entidades de auto sacramental al Gran Teatro de la Universal Decoración, donde todos eran comidos por todos, consustanciados, imbricados de antemano, dentro de la unicidad de lo fluido… Como las islas, a veces, eran angostas, Esteban, para olvidarse de la época, marchaba solo, a la otra banda, donde se sentía dueño de todo: suyas eran las caracolas y sus músicas de pleamar; suyos los careyes, acorazados de topacios, que ocultaban sus huevos en agujeros que luego rellenaban y barrían con las escamosas patas; suyas las esplendorosas piedras azules que rebrillaban sobre la arena virgen de la restinga jamás hollada por una planta humana. Suyos eran también los alcatraces, poco temerosos del hombre por conocerlo poco, que volaban en el regazo de las olas con engreído empaque de mejillas y papada, antes de elevarse de pronto para caer casi verticalmente, con el pico impulsado por todo el peso del cuerpo, de alas apretadas para caer más pronto. Alzaba el ave su cabeza en triunfante alarde, pasábale por el cuello el bulto de la presa, y era entonces un alegre sacudimiento de las plumas caudales, en testimonio de satisfacción, de acción de gracia, antes de alzar un vuelo bajo y ondulante, tan paralelo al movimiento del mar como lo era, bajo la superficie, el vertiginoso nadar de las toninas. Echado sobre una arena tan leve que el menor insecto dibujaba en ella la huella de sus pasos, Esteban, desnudo, solo en el mundo, miraba las nubes, luminosas, inmóviles, tan lentas en cambiar de forma que no les bastaba el día entero, a veces, para desdibujar un arco de triunfo o una cabeza de profeta. Dicha total, sin ubicación ni época. Tedéum… O bien con la barbilla reclinada en el frescor de una hoja de uvero, abismábase en la contemplación de un caracol —de uno solo— erguido como monumento que le tapara el horizonte, a la altura del entrecejo. El caracol era el Mediador entre lo evanescente, lo escurrido, la fluidez sin ley ni medida y la tierra de las cristalizaciones, estructuras y aternancias, donde todo era asible y ponderable. De la Mar sometida a ciclos lunares, tornadiza, abierta o furiosa, ovillada o destejida, por siempre ajena al módulo, el teorema y la ecuación , surgían esos sorprendentes carapachos, símbolos en cifras y proporciones de lo que precisamente faltaba a la Madre. Fijación de desarrollos lineales, volutas legisladas, arquitecturas cónicas de una maravillosa precisión, equilibrios de volúmenes, arabescos tangibles que intuían todos los barroquismos por venir. Contemplando un caracol —uno solo— pensaba Esteban en la presencia de la Espiral durante milenios y milenios, ante la cotidiana mirada de pueblos pescadores, aún incapaces de entenderla ni de percibir, siquiera, la realidad de su presencia. Meditaba acerca de la poma del erizo, la hélice del muergo, las estrías de la venera jacobita, asombrándose ante aquella Ciencia de las Formas desplegada durante tantísimo tiempo frente a una humanidad aún sin ojos para pensarla. ¿Qué habrá en torno mío que esté ya definido, inscrito, presente, y que aún no pueda entender? ¿Qué signo, qué mensaje, qué advertencia, en los rizos de la achicoria, el alfabeto de los musgos, la geometría de la pomarrosa? Mirar un caracol. Uno solo. Tedéum.”

2 comentarios

Cluje -

Ya me queda poco, y me da pena... Supongo que el siguiente será Steinbeck y su leyenda artúrica, para vaciar un poco la mente...

Palimp -

Duro con ella, que tienes muchos libros pendientes...
:D:D