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El musolari errante

Búsqueda solitaria

No me gusta encontrar gente conocida en el autobús. Quizá me estoy volviendo (más) autista, o simplemente que siempre lo he sido, pero a veces estoy sentado esperando a que salga y sepulto la cabeza detrás del periódico (ADN suele ser el gratuito) o sencillamente me hago el dormido e incluso muchas veces ya estoy dormido, la cuestión es que casi siempre pasa un rato y casi nunca me doy cuenta de lo que he hecho, queda en el recuerdo. Pero no me sienta mal si quien sea me descubre, cruzamos la mirada o simplemente encuentro a alguien en la parada, se me ve demasiado y es un páramo plano, sin escondites siquiera casuales. Entonces me siento con quien sea y hablo, charlo, a veces pontifico o frecuentemente sólo sonrío, el arte de la conversación que quizá esté olvidando –o nunca se olvida como montar en bicicleta [¿recordaría cómo se monta en bicicleta después de tantos años?]- y que me conviene recordar porque es de los pocos bagajes que siempre son útiles y habitualmente se disfruta ejercitándolos. Me conviene hablar más, la verdad, últimamente con mi nueva obsesión matemática hablo demasiado poco y tampoco me mata el interés por ir a ningún lado o ver a nadie, no soy feliz en este mundo de localizaciones y suspensiones y espacios de Eilenberg-macLane pero sé que lo seré más que nadie cuando resuelva el problema y entonces haré cosas que estoy aplazando y que son más etéreas cuanto más las aplazo. Pero esto empezó en Junio y estamos en Octubre y es como si entras en un palacio con cientos de habitaciones buscando una corona de oro; y he visitado decenas de ellas, y he encontrado cajas cerradas con pinta de contenerla, pero no he sido capaz de abrirlas; y otras cajas más fáciles de abrir que también contenían coronas, pero cuando corría feliz de vuelta buscando la salida siempre encontraba que no eran la que yo quería, eran de latón, estaño o cobre, o no tenían encima la cruz o eran ducales, de príncipe o rey pero no la imperial que estamos buscando. Ya hay veces que visito cuartos en los que he estado, y abro cajas que he abierto pero no sé que he abierto hasta que miro dentro y veo los cadáveres de las ratas sacándome la lengua y entonces recuerdo que esa rata la vi corretear y la maté yo mismo para meterla en esa caja y darme cuenta cuando la abriera de que esa caja ya la había visto, de que esa habitación ya la había visitado, que tenía que volver sobre mis pasos. Varias alas tiene este enorme palacio más sombrío que luminoso; ahora estoy en el ala Bousfield, diseñada hace treinta años por un viejo hechicero americano, uno de los grandes. Ayer mismo, mientras el autobús bajaba por fin después de una puta hora la cuesta del Intercambiador de Moncloa, yo intentaba entrar por primera vez en las estancias prohibidas de este ala. Conseguí entornar puertas, y veo un brillo de fondo que podría ser el de la corona –también podría no serlo, es una de las partes más ricas del palacio- pero aún no tengo el poder suficiente para hacer saltar los enormes candados de acero y acercarme al fulgor que se vislumbra. Buscándolo estoy, pues, intentando llenarme de él. Y dejándome las uñas, sangrantes, contra la puerta.

3 comentarios

Mic -

Realmente te ha quedado un post de lo más enganchable; parece un trocito sacado de alguna buena psico-novela. Me ha hecho pensar en una de las últimas partes de La Torre Oscura de S. King.
En cuanto a lo del autismo,no te preocupes demasiado. Estoy convencido de que la mayoría de genios de la historia se comportaban de manera "ausente".
P.D. Cien Años de soledad no estará entre mis libros más queridos (y no es por llevarle la contraria a más de medio planeta). Abrazos

Vigo -

Tal como lo entiendo tienes un pequeño grado de autismo, que el otro día se camufló porque conociste a alguien en el autobús (o viste alguien de tu pasado).
Claro, que tal vez no entendí nada.
Un salu2

Irene Adler -

Un post absolutamente magnífico. Me encanta. Se te echa de menos.